El arte del toreo



En tiempos recientes, ciertos grupos han cuestionado la bondad de las corridas de toros aduciendo que son un espectáculo primitivo, cruel e innecesario. 
Con carácter creciente, esta idea ha sido aprovechada por algunos partidos políticos de corte independentista asociándola con un rasgo cultural ajeno, propio exclusivamente de la metrópoli de la que quieren segregarse. Hasta tal punto, que en alguna comunidad autónoma como Cataluña se han prohibido las corridas de toros. 
Como toda acción oportunista, la causa de esa prohibición encierra una contradicción in términis, pues no alcanza a otros espectáculos taurinos, sin duda, mucho menos refinados que las corridas.
Así acontece con los denominados correbous, en los que se entorchan los cuernos de un toro con bolas de tela impregnadas en líquido inflamable, y tras pegarles fuego y con el toro cegado y el rostro quemado se le persigue y acosa durante horas. 
La tolerancia de esos espectáculos se pretende justificar en razones culturales afirmando que no es una tradición española sino catalana. Paradójicamente, en otras comunidades autónomas como la vasca también gobernada por partidos secesionistas, se produce el fenómeno inverso, los espectáculos taurinos están en pleno auge, eso sí, atribuyéndoles un carácter identitario pretendiendo ser una tradición autóctona y anterior a su adopción por los españoles.

La oposición antitaurina se agrupa en torno a dos corrientes. De una parte, la puramente proteccionista del animal (animalistas) que no denostan la tauromaquia en sí misma, sino el sufrimiento y muerte que se infringe al toro, siendo permisivos con el toreo a la portuguesa en el que se lidia al toro sin herirlo ni sacrificarlo, o con otro tipo de suertes como la de los forçados en las que un grupo de personas se limitan a sortear o desequilibrar con sus cuerpos al astado. De otra, las de corte político (independentistas) que rechazan el toreo y hasta el toro, por su identificación general como símbolo de lo español. Naturalmente, esto no pasa de ser una interesada construcción ideológica que podría ser igualmente extensible a cualquier otra tradición hispana como comer paella o las procesiones de Semana Santa.

Por contra, los defensores de la tauromaquia, lo hacen sin ambages, considerándola la “fiesta nacional” y una tradición, arte o espectáculo inescindible de la cultura e historia española.

Para adentrarnos en el porqué y en el cómo del toreo y en las pasiones que suscita su defensa o su crítica, no queda mas remedio que comenzar por el principio, adentrándonos en un mundo antiguo desde las dehesas a los cosos a través de milenios de historia común de todo un pueblo.

En la España prerromana, el sustrato racial era el ibero consolidado por migraciones procedentes del norte de Africa. Las fronteras internas venían establecidas por las múltiples tribus de iberos a
las que con el tiempo se fueron incorporando en escasa medida algunas otras etnias foráneas.
Todos ellos, tenían como patrón común la adoración por el Uro, antecesor del actual toro bravo. La península ibérica estaba densamente poblada de estos bóvidos y allí donde existía un valle, llanura o sotobosque, los uros vagaban en grandes manadas salvajes.

Por influencia de los pueblos del mediterráneo y desde tiempos micénicos, los iberos destacaron al toro como el símbolo de la fuerza y el poder. Se le rendía culto religioso y el acceso al trono o a la casta de los guerrreros dominantes pasaba por vencer a un uro en combate cuerpo a cuerpo, congregándose, como en Numancia, un pueblo entero para asistir a estos duelos.

Con la llegada de Roma, ese tinte religioso o mitológico derivó en espectáculo y las luchas entre hombres y toros se trasladan a la arena de los coliseos.

Con la dominación musulmana, los enfrentamientos con toros fueron terminantemente abolidos por considerarlos una práctica primitiva e idólatra, contraria por tanto a los postulados del Islam.

No es sino hasta la Edad Media, cuando reaparecen las justas contra toros como una diversión exclusiva de la nobleza, alanzeándolos a caballo en recintos cerrados, denominándose “suerte de cañas”.


El toreo, no aparece sino a comienzos del siglo dieciocho, pasando a ser un festejo propio de las clases populares. Lo que en su día no fue más que una actividad auxiliar, por la que gentes del pueblo distraían al toro con un trapo o engaño mientras los nobles se le aproximaban a caballo, se fue perfeccionando con el tiempo hasta consolidarse las suertes y técnicas del toreo actual.

Desde hace tres siglos, el toreo y los toros han impregnado España. No ha habido pueblo, ciudad o región que no haya tenido espectáculos taurinos en uno u otro modo. La tauromaquia ha trascendido a la literatura, la pintura, la música, el teatro, el cine, la moda o la sociología.
Constituye un rasgo cultural definitorio de lo español y su mayor icono. Todas las sociedades escogen algún símbolo o estereotipo por el que se las reconoce universalmente y al que asocian
su idiosincrasia. Quién no identifica lo francés con la buena cocina, o a los Estados Unidos de América con los vaqueros del far west, o a Italia con la moda o a los ingleses con el te y la caza del zorro, o a los japoneses con las gheisas o los luchadores de sumo. Pues bien, en el confín más remoto del Globo, se asocia la silueta de un toro o el traje de luces con España.

Enjuiciar la tauromaquia a la luz de los ojos del mundo actual es, sin duda, un pésimo ejercicio.
Tan estéril como decir que el vino solo es una bebida, el gazpacho una sopa de tomate o la jota aragonesa un señor con un pañuelo en la cabeza dando gritos. Cuando una costumbre se anuda a un pueblo, entra a formar parte de su esencia de manera indeleble. Carece de sentido analizar los rasgos culturales en un laboratorio o diseccionar aisladamente sus componentes. El toro, la dehesa mediterránea, las ganaderías bravas, la encina, los encierros, el caballo, el torero, las escuelas taurinas, el rejoneo, los trajes de luces, el albero, el pasodoble, etc, son la sal y la pimienta de un país antiguo, europeo pero también oriental y americano. Son los condimentos, los olores y sabores que solo se encuentran aquí. Ortega en su prólogo a los toros de Cossio ya lo explicaba, al decir que, “la historia del toreo está ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera, resultará imposible conocer la segunda”.

Ninguna civilización ha sido de cristal. Los romanos inventaron el Derecho a la par que sus gladiadores se despedazaban en los Coliseos; Aristóteles no habría escrito una sola línea si sus esclavos no hubieran limpiado sus inmundicias del ágora; los españoles construyeron cien universidades en el nuevo mundo cuando buena parte de Europa rugía, pero transmitieron la sífilis
a pueblos enteros, y en Oxford se sublimaba el poema del joven Harold, mientras que sus caballeros disecaban bosquimanos como trofeos de caza.

Cierto es que en el toreo, la víctima es el toro, que su destino es la muerte, que se le hiere y que, sin duda, sufre enormemente. Para bien o para mal, ese es su destino trágico. Se le cría y preserva para un combate donde llevará la peor parte. No estamos ante un acto racional. Por ello, no cabe valorarlo con las leyes de la lógica.

Es verdad que se puede freír con mantequilla y amar por internet o eso dicen. Todo se puede desfigurar. Podría no matarse al toro. Darle unos cuantos capotazos y devolverlo a sus campos de origen a que vague silvestre. ¿Quebraría eso su razón de existir? Francamente no lo sé. En cualquier caso, eso ya no sería el toreo. Sería otra cosa. Desde luego, distinta y sin duda válida.
En este mundo trepidante, muchas cosas cambian o desaparecen. Unas deprisa y otras paulatinamente. Lo que no cabe es derribar los totem milenarios so pretexto de una falsa delicadeza. No veo proclamar la crueldad del toreo ante el altar de la modernidad, mientras que esos que vociferan no ven reparo en torturar el hígado de una oca o encerrar a un anciano en esos cementerios vivientes que llaman Residencias.

La tauromaquia no es de derechas ni de izquierdas, no es buena ni mala, es una categoría ritual, profunda y probablemente bárbara, pero parte inmutable de nuestro paisaje hispánico. Así lo vio García Lorca cuando dijo: “el toro es la figura poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que, hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar; creo que los toros es la fiesta más culta que hay”.

Comentarios

  1. El toreo no representa a España. Parece un insulto que entre todo el arte y los verdaderos símbolos de España reduzcas su cultura a la tortura de un animal para el disfrute de unos pocos. Si tanto crees que representa a España tal vez habría que preguntar primero a los españoles, a ver abcuantos representa.

    ResponderEliminar
  2. Es interesante ver cómo hay personas que se horrorizan ante la tortura de animales, pero no veo a nadie propugnando por la prohibición del boxeo, tortura para seres humanos.
    Sé que dirán que es tortura voluntaria, pero tortura es tortura.
    Lo mismo para los deportes de alto riesgo. Nadie los veta.
    ¿Los animales tiene prioridad sobre los seres humanos, acaso?

    ResponderEliminar
  3. Era antitaurino, tuve que participar en un debate a favor o en contra de la tauromaquia y me tocó a favor. Me hice taurino desde entonces. Los toros es un arte que roza lo sacro, no hay nada más español ni más identitario para España que el noble arte del combate entre hombre, provisto de una espada, y bestia, provista de toda su furia, sobre la tierra batida. Dos combatientes, un destino, una vida. Para entenderlo, tienes que vivirlo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares